"¡Oh, cobarde conciencia, como me afliges!...¡Un sudor frió empapa mis temblorosas carnes!...¿Tengo miedo de mi mismo?...Aquí no hay nadie...Ricardo ama a Ricardo...Eso es: yo soy yo...¿Hay aquí algún asesino?...¡No!...¡Si!...¡Yo!...¡Huyamos pues!...¡Cómo! ¿De mi mismo?...¡Valiente razón!...¿Por qué?...¡Del miedo a la venganza! ¡Cómo! ¿De mi mismo contra mi mismo?...¡Mi conciencia tiene millares de lenguas, y cada lengua repite su historia particular, y cada historia me condena como un miserable! ¡El perjurio, el perjurio en el más alto grado! ¡El asesinato, el horrendo asesinato hasta el más feroz extremo! Todos los crímenes diversos, todos cometidos bajo todas las formas, acuden a acusarme, gritando todos: ¡Culpable! ¡Culpable! ¡Me desesperaré! ¡No hay criatura humana que me ame! ¡Y si muero ningún alma tendrá piedad de mí!...¿Y por qué había de tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mi!" (William Shakespeare; La tragedia de Ricardo III)
En la conciencia humana habitan singulares ambivalencias resultado de la visión maniquea del bien y el mal, que reposan en su subsuelo y, se manifiestan en acciones o intenciones sombrías, que molestan e incomodan cuando estas tratan de aflorar en la superficie de la conciencia, las cuales se proyectan a los demás como una estrategia engañosamente liberadora. Es una argucia que busca equivocadamente conjurar culpas endilgándolas a otros, partiendo de la premisa errada y paradójica de que por mal que se actúe, se actúa "con buena intención o por una buena causa". Esta forma de proceder, es un factor que hace que el perdón sea un acto que se espera de los otros, pues con regularidad vemos el sucio en el ojo ajeno y no en el nuestro. Simplificadas las cosas de esta manera, el perdón se convierte en un hecho de otros. Este ardid dificulta que el otro, se convierta en uno, es decir, en yo, primera persona, que reconoce sus errores y es capaz de darse cuenta y admitir porqué los ocasionó. Conlleva la entereza de aceptar lo que íntimamente se considera inaceptable y, de lo cual se es tanto el autor como el actor. Entrar en este escenario, requiere de la valentía y el coraje de aceptar la culpa resultante -que habita en la sombra- lo cual significa un acto de autoafirmación, que remite a la persona a reconocerse tal cual es y, a quitarse la máscara que oculta su verdadera cara. Es a partir de ahí, donde el individuo se faculta para pedir perdón, en la medida que es capaz de reconocer el daño causado a otros y así mismo. En el actuar bien o actuar mal, siempre son dos los beneficiados o perjudicados; es a la conclusión a la que se llega luego de un reconocimiento sincero. La ética humanista plantea Erich Fromm, se basa en el principio de que sólo el hombre por sí mismo puede determinar el criterio sobre el bien y el mal, y no una autoridad que lo trascienda. Materialmente se basa en el principio de que lo "bueno" es aquello que es bueno para el hombre y "malo" lo que es nocivo, siendo el único criterio de valor ético el bienestar del hombre. Y añade: "No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti, todo lo que hagas a otros te lo haces también a ti mismo". A partir de este reconocimiento, emerge un nuevo individuo, o más exactamente, la persona que estaba oculta tras la máscara sale a la luz, habilitada para perdonar a otros, puesto que conoce su propio proceso, el cual la despoja de cualquier sentimiento de acritud o venganza y la reviste de un espíritu de reconciliación. En este andar hacia el perdón y la reconciliación, no hay cabida a la justificación, sería volver a caer en el hueco de donde se salió. Solo las verdades dudosas necesitan defensa. Quienes se justifican no convencen, lo dijo Lao-tzé. El perdón es trasparente y remite al dolor y a la vergüenza por la ofensa infligida. Pedir perdón implica poder mirar a los ojos al agredido; es de alguna forma revivir la ofensa para comprender el daño causado. Además, es tanto una forma de expiación como de resignificación del sentido de vida. La humildad y la generosidad son inherentes al perdón, como es la tranquilidad de conciencia que de el se deriva; cualidades humanas que derriban el orgullo arrogante y desestimable característico de quien no perdona o se justifica.
Mientras hacía estas reflexiones sobre la valerosa actitud interna de reconocer el daño deliberado a otros y el acto de perdonar, pensaba en los Acuerdos de La Habana, donde el perdón y la reconciliación son la base para la paz, y me preguntaba: ¿Van a tener el valor suficiente todos los allí sentados sin excepción el coraje de gritar como Ricardo III: ¡Culpable! ....¡Culpable!...?
Gracias por esta excelente reflexión en el afan de escudriñar lo que nos hace mas humanos y deslastrar la "buena fe" que habita en algún escondrijo de nuestro ser. Mi punto de vista sobre el "teatro" de La Habana es que los contenidos de la información resultan comerciales como cualquier anuncio publicitario y a eso, lamentablemente, ya estamos acostumbrados (más de lo mismo), y tendremos que volver a un acto de piedad o resignación justificando que "del ser humano se puede esperar cualquier cosa, incluso asumir el coraje de Ricardo III.
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